La represión de Ecuador al aborto está encarcelando mujeres

La represión de Ecuador al aborto está encarcelando mujeres

La represión de Ecuador al aborto está encarcelando mujeres

Durante décadas, fue considerado un asunto privado. Ahora, según una investigación de The Nation, las mujeres que terminan sus embarazos (de manera voluntaria o no) se enfrentan a un proceso judicial y a la prisión.

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En 2018, la abogada Cristina Torres recibió una críptica llamada telefónica. Quien la contactaba era una joven, en nombre de su madre Sara (seudónimo), que estaba encarcelada en Latacunga, una ciudad de ventiscas, atravesada por la carretera Panamericana, en lo alto de la meseta volcánica del centro del Ecuador. Sara buscaba alguna forma de auxilio legal que le permitiera cumplir su condena fuera de la cárcel. La mujer le pidió a Torres que se ocupara del caso de su madre, pero no quiso decir cuál era el delito del que Sara había sido acusada. Solo anda a ver a mi madre, le suplicó.

Torres manejó a Latacunga. En la sala de visitas de la prisión se encontró con una mujer alta, de nariz respingada y los ojos color miel. Había tenido una vida dura, y Torres pronto lo sabría. Cuando era adolescente, dijo Sara, fue violada por el esposo de su tía y quedó embarazada. Después de dejar la casa de sus padres, empezó a trabajar como acompañante sexual para hombres ricos en Quito. En algún momento, quiso ganarse la vida como costurera, pero cuando no pudo, volvió al trabajo sexual, aunque se lo ocultó a su hija y, después, a su hijo. A los 38 años, dijo Sara, pensó que era demasiado vieja para volver a quedar embarzada.

En la prisión, Sara y Torres hablaron con una mesa de por medio. Entre ellas y las demás prisioneras y visitantes, no había más que una delgada separación. Como no había sillas, estaban paradas. Un guardia las observaba. Cuando Torres preguntó por qué cargos estaba ahí, Sara bajó la voz. “Tuve un aborto”, dijo.

Si bien el aborto es ilegal en la mayoría de las circunstancias en Ecuador, miles de mujeres aquí terminan sus embarazos todos los años: mediante procedimientos clandestinos o induciéndose, ellas mismas, un aborto.

Sara había tomado misoprostol, un medicamento que se vende sin receta en Ecuador para tratar las úlceras estomacales, pero que se usa comúnmente para abortar. En entornos clandestinos, el misoprostol suele ser más seguro que otros métodos, pero una dosis incorrecta y otros factores pueden producir complicaciones. Después de que Sara tomó las pastillas, comenzó a sangrar mucho. Alarmada, fue a un hospital público en el extenso sur de Quito. Llegó por la tarde, y no dijo nada sobre el medicamento que había tomado.

Según Torres, un médico le diagnosticó una infección del tracto urinario y reportó en su historia clínica que la infección le produjo un aborto espontáneo. Pero unas horas más tarde, después del cambio de turno, un nuevo médico se hizo cargo de su cuidado y comenzó a sospechar. Comenzó a interrogar a Sara, a pesar de que su estado seguía siendo inestable y su fiebre persistente. Alrededor de las diez de la noche, el personal médico le administró un anestésico y le realizó un legrado para extraer el tejido restante de su útero. Después, aún aturdida por la anestesia, escuchó al doctor discutir con una enfermera si llamar a la policía.

Los oficiales llegaron cerca de la medianoche. Sara todavía estaba sangrando y una enfermera le dio apresuradamente unas toallas sanitarias antes de que la policía la llevara a un centro de detención. Temprano en la mañana, le asignaron un defensor público, quien le aconsejó que aceptara un acuerdo de culpabilidad. Pronto, Sara estuvo frente un juez. Antes del mediodía, iba hacia la prisión de Latacunga para cumplir una condena de dos años y ocho meses.

Ecuador prohibió el aborto por primera vez en 1837, cuando el país aprobó su primer código penal. Desde 1938, cuando se crearon excepciones para las mujeres cuya salud está en peligro y en casos de violación cuando se considera que la víctima tiene una discapacidad mental, la ley se ha mantenido prácticamente sin cambios, aunque es un tema que se ha intensificado en el debate público. A pesar de la prohibición casi total, los funcionarios de salud registraron 431,614 abortos entre 2004 y 2014. Muchas mujeres recurren a procedimientos clandestinos con diferentes grados de riesgo, con consecuencias a veces mortales. El aborto inseguro es una de las principales causas de lesiones y muertes para las mujeres y niñas ecuatorianas, ya que representa más del 15 por ciento de las muertes maternas en el país.

Hasta hace poco, el Estado rara vez hacía cumplir la prohibición. Si bien el aborto fue profundamente estigmatizado y, a menudo, peligroso, se consideraba un asunto privado. Hace aproximadamente una década, cuando las feministas y la derecha religiosa se enfrentaron públicamente por las reformas legales, las mujeres que buscaban atención médica por complicaciones del aborto u otras emergencias obstétricas, fueron repentinamente sometidas a un escrutinio sin precedentes. Desde entonces, las investigaciones y los juicios relacionados con el aborto han aumentado considerablemente. Entre 2009 y 2014, la Defensoría Pública del Ecuador registró 40 casos de mujeres procesadas por aborto. Desde 2015, según datos gubernamentales, los fiscales han investigado al menos 378 casos —incluidos los ocho de enero de 2019.

Las mujeres de todo el país fueron blanco de la  represión, cuya proporción no se conocía, en ciudades como Cuenca y Guayaquil, en pueblos andinos y en las profundidades de la selva. Entre las procesadas hay adolescentes y madres solteras, una joven que trabajaba en un cibercafé en la exuberante provincia costera de Esmeraldas, otra que vendía helados en las calles de Quito y una mujer del pueblo fronterizo con Colombia que la ayudó a su hija de trece años a terminar un embarazo producto de incesto. Algunas mujeres trataron de abortar porque no podían mantener otro hijo. Otras, estaban en relaciones abusivas o fueron violadas. Según la organización legal ecuatoriana Surkuna, que rastrea estos casos y ha defendido a más de dos docenas de acusadas, la mayoría de las mujeres que caen en el radar de los fiscales viven en una profunda pobreza.

Según entrevistas hechas a las procesadas y sus abogadas, muchos de estos casos están marcados por graves violaciones de los derechos de las acusadas perpetradas por médicos, policías, fiscales y jueces. Van desde confesiones forzadas hasta evidencia manipulada. Al igual que Sara, la mayoría de las mujeres terminaron en el sistema de justicia penal después de que profesionales médicos las denunciaran, violando las leyes de secreto profesional. Los abortos involuntarios y los abortos intencionales a menudo son indistinguibles, lo que dificulta a los fiscales probar, en ausencia de una confesión, que alguien terminó su embarazo a propósito.

Algunas mujeres dicen haber sido interrogadas y presionadas para confesar en cuartos de hospital, ya sea por médicos o por agentes de la ley, en medio de una emergencia médica, violando las leyes que exigen que los sospechosos sean informados de sus derechos, a permanecer en silencio, y a pedir la asistencia de un abogado. Según sus defensores, los médicos han amenazado con suspender la atención a algunas mujeres en estado crítico hasta que confesaran. A otras mujeres se les recomendó que que se declararan culpables —incluso cuando los fiscales carecían de pruebas suficientes para imputarlas. Debido a la inconsistencia entre los informes de los dos médicos en el caso de Sara, si ella hubiera insistido en su inocencia, es probable que los fiscales no hubiesen tenido pruebas fehacientes de su presunto delito, dijo la abogada Torres.

Los esfuerzos para hacer cumplir la prohibición del aborto se volvieron tan agresivos que el sistema legal comenzó a tratar complicaciones del embarazo como evidencia de un comportamiento criminal. Según sus abogados, varias mujeres han sido detenidas o procesadas por abortos espontáneos, a menudo utilizando métodos forenses desacreditados. Una mujer fue acusada de homicidio (por lo que sus abogados dicen fue un aborto involuntario tardío) y está pagando 22 años de prisión. Para el aborto, las penas de prisión varían de seis meses a dos años, si el delito se considera agravado. En lugar del tiempo en prisión, algunas mujeres han recibido sentencias alternativas diseñadas explícitamente como correctivas psicológicas, como el trabajo de servicio comunitario en orfanatos.

La Asamblea Nacional de Ecuador está debatiendo actualmente cambios al Código Penal —incluida la despenalización del aborto en todos los casos de violación e incesto. Se espera una votación final en junio de 2019. La reforma implica varias crisis superpuestas, incluida la violencia sexual generalizada y el embarazo adolescente: casi 14 mil violaciones fueron reportadas en los últimos tres años, una cifra que probablemente sea mucho menor que el número real. Más de la mitad, fueron cometidas contra niñas menores de 10 años. Las activistas feministas han llamado la atención pública con  marchas, y el ambiente se siente propicio para la reforma. Se sintió así hace seis años, también, la última vez que los legisladores consideraron relajar la prohibición. Pero entonces, en lugar de un modelo de reforma, Ecuador se convirtió en un laboratorio de pruebas para las consecuencias de la criminalización.

A fines de la década de 1990, Pilar García comenzó a practicar abortos en un edificio de oficinas anodino en el centro de Quito. Aunque los juicios penales eran raros en ese momento, las opciones para las mujeres con embarazos no deseados eran limitadas, y muchas recurrían a procedimientos dolorosos y peligrosos. Como ginecóloga, quería crear un espacio para que los abortos se realizaran de manera segura y profesional. Pilar García no se llama Pilar García. debido a las amenazas recientes en su contra, estamos usando un seudónimo. Por lo general, García veía de 12 a 15 pacientes al mes —a veces niñas de 13 años. “Fue muy intenso”, dice García. Ella no recuerda los rostros de muchas de las mujeres a las que ayudó. Los ha bloqueado porque escuchó demasiadas historias trágicas.

En 2012, una pareja fue a su oficina, haciéndose pasar por pacientes. Una vez dentro, saquearon las instalaciones, buscaron documentos incriminatorios y gritaron que la gente debería saber qué estaba pasando allí. El altercado se volvió físico cuando la mujer intrusa intentó sacar un juego de llaves de las manos de uno de los ayudantes de García. “Después del ataque, empezamos a pensar en cerrar”, dice García. Dejaron de ofrecer procedimientos quirúrgicos, proporcionando únicamente abortos con medicamentos.

No fue solo la irrupción lo que hizo que el trabajo pareciera más riesgoso: el ambiente político también estaba cambiando. En 2011, después de los esfuerzos de los grupos feministas para desestigmatizar el aborto, así como las campañas de los grupos antiaborto para limitar aún más el acceso y prohibir la anticoncepción de emergencia, los legisladores ecuatorianos comenzaron a debatir las revisiones al Código Penal, incluida la despenalización del aborto en todos los casos de violación. Virginia Gómez de la Torre, presidenta de la organización de salud reproductiva Fundación Desafío y defensora del derecho a elegir, asumió un papel cada vez más destacado como defensora del cambio. En muchos sentidos, el debate político se sintió como un progreso: un tabú se había convertido en tema de discusión abierta. Tres legisladoras patrocinaron la reforma, y ​​al acercarse a una votación en 2013, su aprobación parecía una posibilidad real. “Tuvimos los votos”, recuerda Gómez de la Torre.

Luego hubo una reacción violenta, encabezada por Rafael Correa, presidente de Ecuador de 2007 a 2017. Correa es un autoproclamado izquierdista que llegó al poder con la promesa de una “revolución ciudadana” contra el “Estado burgués”. Pero sus políticas sociales estaban influenciadas por su fe católica. Correa adoptó una posición conservadora en temas de derechos reproductivos. En su gobierno, se reescribió un plan que promovía la educación sexual y el acceso a anticonceptivos para enfocarlo en la estructura familiar tradicional y la abstinencia. El resultado, según el doctor José Masache, fue un aumento de embarazos adolescentes. Masache trabaja en el programa del hospital central de Quito de obstetricia para niñas embarazadas de entre 10 y 19 años, dijo que la distribución de anticonceptivos en los hospitales públicos se volvió inconsistente, por lo que a veces no tenían suficiente para los pacientes que los querían. Hoy, Ecuador tiene una de las tasas más altas de embarazo adolescente en América Latina: un 12 por ciento de las niñas de 10 a 19 años han estado embarazadas al menos una vez.

En octubre de 2013, la noche antes de la votación en la Asamblea, Correa dijo en un discurso televisado: “Yo jamás aprobaré la despenalización del aborto. Si siguen estas traiciones y deslealtades… yo presentaré mi renuncia al cargo”.  Sus palabras condenaron la reforma. Al día siguiente, en lugar de votarla, una de sus patrocinadoras retiró la propuesta. Ella y otras dos legisladoras del partido político de Correa que apoyaron la reforma fueron castigadas con una suspensión de 30 días por lo que el presidente llamó un acto de “traición”.

Si bien la influencia de la Iglesia Católica y otros grupos conservadores tuvieron un papel en la destrucción de la reforma, la posición de Correa reflejó, también, la misoginia incrustada en la izquierda del Ecuador. Clara Merino, activista durante mucho tiempo de los movimientos de trabajadores e indígenas ecuatorianos y que ahora dirige la organización de mujeres Fundación de Mujeres Luna Creciente, dijo que si bien la “soberanía del cuerpo” se ha asociado a menudo con movimientos anticapitalistas, la izquierda de Ecuador ha sido igual de cerrada, machista y violenta”. (Su hermano Ricardo Merino, activista de izquierda, fue asesinado por la policía en 1986 en lo que se consideró un asesinato extrajudicial). Cristina Burneo Salazar, escritora feminista y profesora de la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito, dijo: “Históricamente, lo que llamamos” izquierda “ha sido moldeado por el patriarcado. Incluso si su fundamento ideológico busca garantizar la justicia social y la redistribución de la riqueza, su falta más antigua ha sido no mirar la desigualdad basada en la diferencia sexual. Ecuador no es la excepción ”. Correa reflejó este descuido en sus políticas públicas, y muchas mujeres lo experimentaron personalmente. “Los hombres de izquierda son muy machistas”, dijo Guadalupe Tobar, socióloga e hija de un guerrillero comunista que abusó de ella y de su madre sin descanso.

Cuando María Fernanda Solíz, una académica en Quito, describió a su abusivo exesposo, usó una frase común en los movimientos feministas latinoamericanos: “En la calle, Che. En casa, Pinochet.” En el momento en que la Asamblea Nacional estaba debatiendo las reformas al Código Penal, una joven abogada llamada Karen Duque trabajaba como defensora pública en la provincia de Esmeraldas, en la costa noroeste ecuatoriana.

Ese año, fue asignada al caso de Paula, una joven de 20 años que fue acusada de usar misoprostol para terminar un embarazo. (Debido al estigma en torno al aborto en Ecuador, hemos cambiado los nombres de varias de las acusadas, incluida ella). Según los documentos legales, ella declaró que había sufrido un aborto espontáneo después de una caída y que no sabía que estaba embarazada. Después de sangrar mucho durante días, fue a un centro de salud pública, donde un miembro del personal llamó a la policía. Según Duque, Paula fue arrestada y llevada a su audiencia con una inyección intravenosa en el brazo, y luego fue puesta en prisión preventiva junto con su hijo de 2 años. Después de señalar que la fiscalía no tenía pruebas de que Paula hubiese tomado misoprostol, Duque obtuvo una absolución. Paula había pasado un mes detenida con su hijo, quien se enfermó  de gripe. Ella perdió su trabajo en un cibercafé. (Se supone que la prisión preventiva está reservada para los sospechosos que presentan un riesgo de fuga u otro peligro, pero se ha utilizado en varios casos relacionados con el aborto). El caso de Paula le produjo a Duque serias dudas sobre el sistema legal. “No se supone que vas [a los centros de salud] y acabes en la cárcel”, dice.

El mismo día que arrestaron a Paula, otras dos mujeres en Esmeraldas fueron detenidas en circunstancias similares. No hay evidencia de que los tres arrestos formaran parte de una operación coordinada. Pero sí eran una señal de una escalada que muchos consideran relacionada con el debate sobre el Código Penal y la amplia influencia de Correa. “El movimiento de mujeres insertó con fuerza el tema del aborto por violación [en la conciencia pública] … y comenzó a surgir la pregunta de qué se debía hacer, qué era legal y qué no era legal”, dijo Ana Vera, una de las abogadas que dirige Surkuna. Los médicos que antes podrían no haber pensado mucho en el aborto fueron súbitamente muy conscientes de su ilegalidad. Las nuevas leyes de negligencia médica ayudaron a crear una atmósfera de temor entre los médicos de que podrían ser criminalizados, incluso si no hubieran proporcionado un procedimiento ilegal. “Los médicos comienzan a mezclar los problemas en sus cabezas diciendo: ‘Si no informo sobre un aborto, puedo ser procesado por mala práctica’” si una mujer en tratamiento por complicaciones de un aborto ilegal muriera, dijo Vera. “Si se les pregunta, denuncian [a las mujeres por abortar] porque se están protegiendo de la mala práctica, lo cual es un poco absurdo, pero así es como lo ven”.

En 2017, la preocupación de que los médicos se conviertan en una extensión del brazo de la ley aumentaron hasta el punto de que el Ministerio de Salud publicó una guía que les recordaba a los proveedores de salud su deber de mantener la confidencialidad de los paciente, como lo manda la Constitución y el código penal del Ecuador. El documento incluía un recordatorio del deber de  cuidar a las mujeres con complicaciones relacionadas con el aborto. Hasta el momento hay poca evidencia de que la guía haya frenado las delaciones de los médicos. Gómez de la Torre dice que la práctica ya ha sido “institucionalizada”.

En 2014, a medida que aumentaba el número de juicios por abortos, Ana Vera, junto con su hermana Verónica y otra abogada, fundaron Surkuna, inicialmente con la intención de recopilar datos sobre quiénes estaban siendo procesadas, dónde y bajo qué circunstancias. “Comenzamos a investigar porque estábamos interesados ​​en saber lo que estaba sucediendo, porque la criminalización es un problema reciente en nuestro país. Aunque hemos tenido la misma ley por [80] años, los casos de criminalización comenzaron a surgir con fuerza en 2009 ”, dijo Ana Vera. “Pero poco a poco, tuvimos que litigar los casos porque no había abogados que quisieran defender a las mujeres penalizadas por abortos y partos. Eso nos puso en una situación de tener que hacerlo nosotras mismas”.

La oficina de Surkuna ocupa una habitación individual en un estrecho tramo de escaleras en un pequeño edificio de oficinas en Quito, en una calle bordeada de árboles de flores amarillas. El día que la visité era de tormenta y habían puesto un balde en el suelo para recoger las gotas de una gotera en el techo. Vera —la cara redonda y los ojos de intenso color caramelo— se sentó en una mesa circular floja que amenazaba con darse vuelta, y escribía mensajes en su teléfono mientras hablaba sobre su trabajo. Hoy, el equipo de cinco personas de Surkuna investiga una variedad de temas relacionados con los derechos de las mujeres y litiga los casos de violencia contra ellas —además de los relacionados con los derechos reproductivos. La organización planifica también talleres educativos con proveedores médicos sobre la confidencialidad del paciente y con abogados sobre estrategias legales relacionadas al aborto. Vera estima que Surkuna ha defendido a unas 20 mujeres acusadas de aborto. Todas vivían en diversos estados de precariedad, y la mayoría fue denunciada por proveedores médicos.

Una de ellas, una joven de 20 años a quien llamaré Martina, vivía vendiendo un helado frutal llamado Bon Ice en las calles de Quito. Estaba saliendo con un hombre mayor, más rico y casado. Cuando él se enteró de que ella estaba embarazada, le dio misoprostol y grabó un video en el que tomaba las pastillas, “porque estaba loco”, dijo Vera, aunque era quizás en un intento de chantajearla o eludir su propia responsabilidad. Martina no sabía qué esperar después de tomar la medicación. Aunque se sentía un poco enferma a la mañana siguiente, salió a trabajar. Comenzó a sangrar en la calle, y se desmayó. Cuando llegaron los paramédicos, llamaron a la policía. Los fiscales la acusaron de un delito flagrante, una práctica común que Vera critica porque establece la culpabilidad de la acusada desde el principio. Los delitos flagrantes requieren una audiencia con un juez dentro de las 24 horas a su comisión. Como Martina estaba aún médicamente inestable, el juez fue al hospital y condujo la audiencia en su habitación. Los fiscales finalmente retiraron los cargos en su contra, citando una falta de evidencia.

En marzo, conocí a una mujer llamada Carmen Aguinda, quien fue sentenciada a seis meses de prisión por un aborto ilegal. Es un alambre tenso de mujer, sus brazos son casi imposiblemente delgados. Una cicatriz débil corre desde debajo del lóbulo de su oreja izquierda hacia su pómulo. Otra cicatriz le transecta el abdomen —o al menos me imagino que está ahí. Mientras hablamos, sus manos permanecieron entrelazadas sobre la mesa, y movía sus dedos ansiosamente.

Aguinda creció en una parte remota del noreste de Ecuador, cerca de la frontera con Colombia. Vivía con sus cuatro hermanos, su madre y la pareja abusiva de su mamá. Sus primeros recuerdos son de noches llenas de violentas peleas. A veces, su madre llevaba a sus niños a la casa de un vecino para alejarlos de los enfrentamientos. Una noche, Aguinda y su hermano se escaparon y se perdieron en el negro y espeso bosque. Desde que tenía 6 o 7 años, fue abusada sexualmente por tres familiares —uno de ellos su hermano mayor y, otro, el marido de una tía con quien había sido enviada a vivir en Guayaquil.

Hoy, Aguinda tiene 34 años y vive en Lago Agrio, una ciudad fronteriza bautizada en honor a Sour Lake,  Texas, donde la compañía que se convirtió en Texaco perforó por primera vez petróleo en 1903. Seis décadas más tarde, Texaco fue la primera compañía petrolera importante en perforar la selva tropical en el noreste ecuatoriano, dejando en la selva alrededor de Lago Agrio cientos de pozos de residuos que lixivian el petróleo y los productos químicos en el suelo y los ríos de la región.

Aguinda tiene tres hijos, de 12, 8 y 6 años. Luego descubrió que estaba embarazada otra vez. “Era un embarazo que no quería, por mi situación económica”, dijo. “Estaba bajo presión”.

Las opciones que tienen las mujeres como Aguinda están definidas por una ecuación brutal: geografía más recursos económicos más conexiones personales y suerte. El misoprostol generalmente ha hecho que el aborto clandestino sea más seguro y más accesible, pero si bien se vende sin receta, no siempre es fácil obtenerlo. Una mujer que conocí en Quito recuerda que le dijeron que le pidiera a un hombre mayor que se la comprara, ya que despertaría menos sospechas si era pedido por alguien que tuviese una úlcera. El uso creciente de los medicamentos también ha cambiado la forma en que se aplican las prohibiciones del aborto: sin un médico que lo practique, las mujeres son las más afectadas por la criminalización. Las píldoras pueden tomarse por vía oral o insertarse en la vagina. Algunas mujeres han sido procesadas después de que los médicos encontraron restos no disueltos.

Algunas organizaciones operan líneas directas para proporcionar información sobre cómo obtener y usar medicamentos para interrumpir de forma segura un embarazo. Un grupo, Las Comadres, une a las mujeres a través del proceso. Una ONG sudamericana teje una red de más de 150 profesionales de la salud que brindan servicios de aborto seguro en el Ecuador, pero no son ampliamente conocidos. Los nombres de las personas, a veces médicos, a veces no, que brindan procedimientos clandestinos circulan de boca en boca, con poca seguridad de su registro sanitario. Solíz dijo que cuando buscaba una manera de terminar un embarazo que era demasiado avanzado para usar medicamentos, “fue muy difícil obtener información”, aunque tenía un doctorado y los medios para pagar. Terminó sometiéndose a una cirugía dolorosa y traumatizante que la dejó con una infección potencialmente mortal. “En zonas remotas, es muy difícil [obtener abortos seguros]”, dijo Clara Merino, quien trabaja con promotores de salud en áreas rurales. A veces llevan a las mujeres a proveedores acreditados en Quito, pero “la criminalización ha hecho esto más difícil”. Es la mujer más pobre y más aislada geográfica y socialmente la que es más probable que recurra a procedimientos espantosos —ya sea por su cuenta o en manos de practicantes inexpertos, lo que hace que terminen con las complicaciones que las ponen en el radar del sistema penal.

Eso es lo que le pasó a Aguinda. Algunos de los hechos en su caso son turbios, pero lo que está claro es que su hermano la encontró sangrando y casi inconsciente. Se despertó en un hospital preguntándose cómo había llegado allí. Su miedo y confusión se profundizaron cuando vio a un policía. Llegó un fiscal con su secretaria y comenzaron a interrogarla: ¿qué pasó? ¿Cuál fue el método? ¿Con qué herramientas? Aguinda les dijo: “Me hice esto a mí misma”. Pero incluso su abogada, Ruth Ramos, reconoció que protegía a alguien. La incisión que se hizo para extirpar el feto (horizontal, como en una cesárea) parecía demasiado profesional, y el dolor hubiera hecho imposible que ella complete la operación. En cualquier caso, cuando llegó al hospital, Aguinda estaba sola, con “absolutamente nadie”.

El procedimiento fallido casi la mata. En el pasado, eso probablemente hubiera sido suficiente castigo. En cambio, tan pronto como estuvo lo suficientemente estable como para abandonar el hospital, fue enviada a la prisión de Latacunga, a seis horas de distancia. Durante el día, se sentaba sola, en silencio. A su alrededor, estallaban peleas constantemente. No tenía dinero para llamar a sus hijos. Pasaba en una cama doble, con otras dos reclusas, con miedo a dormir. “No había libertad, en todos los sentidos”, dijo. Cerró los ojos y negó con la cabeza. “He sufrido mucho”.

Sobre el papel, las leyes de aborto de Ecuador son claras: cualquier persona que intencionalmente termine un embarazo, el suyo o el de otra persona, es penalmente responsable, con excepciones en casos específicos. Pero a diferencia de las leyes, los cuerpos son desordenados y, a veces, misteriosos incluso para sus propios habitantes. Desde un punto de vista médico, un aborto causado por un medicamento a menudo parece un aborto espontáneo. La prohibición del aborto, por otro lado, funciona como un espejo de truco a través del cual los abortos involuntarios, los nacidos muertos y otras emergencias obstétricas parecen sospechosas —como si fuese la evidencia de un crimen.

Un fin de semana, el otoño de 2018, muy temprano en la mañana, Priscilla Enríquez escuchó a su vecina gritar. Enríquez sabía que la mujer vivía sola con dos niños pequeños, por lo que fue a su casa con prisa. Encontró a su vecina en el baño, cubierta de sangre, con un feto nacido muerto todavía conectado por el cordón umbilical a la placenta en su interior. Enríquez llamó a un taxi y la llevó a la maternidad, un edificio de color rosado en el centro de Quito. En el departamento de emergencias, escuchó a un médico preguntarle a la mujer si se había realizado algún examen prenatal. Ella, que era pobre y trabajaba en un restaurante, dijo que no. “El médico la juzgó de inmediato”, dice Enríquez. Según Enríquez, la policía llegó con la intención de investigar a la mujer por homicidio culposo. Enríquez, que había oído hablar de Surkuna en Facebook, llamó a su línea de ayuda. Las abogadas llegaron rápidamente y pudieron evitar que el caso avanzara.

Algunas mujeres que han sido procesadas por aborto o asesinato después de tener abortos involuntarios ni siquiera sabían que estaban embarazadas. En un caso descrito por Vera, una mujer fue violada a los 18 años. Era su primera experiencia sexual y no se lo contó a nadie. Algunos meses más tarde, mientras ella estaba haciendo las tareas, comenzó a sangrar, y a la mañana siguiente dio a luz a un feto muerto en su casa. Los paramédicos llamados por su familia encontraron el cuerpo en el baño. Fue acusada de homicidio involuntario por negligencia, por no haber atendido un embarazo que no sabía que tenía.

En ese y otros casos, los fiscales se basaron en un método forense desacreditado para respaldar una acusación de asesinato: la prueba hidrostática o de flotación pulmonar, un procedimiento del siglo XVII en el que se coloca agua en el pulmón del feto. La flotación se considera evidencia de que el bebé nació vivo y debe haber muerto, o haber sido asesinado, después del parto. Pero una serie de factores pueden hacer que los pulmones floten, y la prueba no puede distinguir entre un homicidio y una muerte debido a otras causas. Ya en la década de 1660, según el historiador G.K. Behlmer, los europeos “concluyeron que era imposible inferir el nacimiento vivo de los pulmones flotantes”. Un libro forense más reciente llama a estas pruebas “magia negra” que puede “simular un falso sentido de validez científica e incluso [conducir] a un eventual aborto involuntario de la justicia ”. Sin embargo, la prueba todavía se utiliza para procesar el infanticidio en países con leyes estrictas contra el aborto, como El Salvador y México. También se usó en los Estados Unidos para condenar a una mujer de Indiana llamada Purvi Patel por negligencia y feticidio en 2015.

En otro caso que patrocina Surkuna, una mujer de 31 años dio a luz en su casa en Quito. La mujer declaró que se desmayó casi de inmediato y no escuchó ningún llanto del bebé. Cuando se despertó, vio el cuerpo sin vida, que, por miedo, escondió en el armario. Estaba sufriendo una hemorragia y su pareja la llevó a un hospital donde, según Vera, los médicos suspendieron el tratamiento durante varias horas. Los oficiales de policía llegaron y la interrogaron hasta que ella les dijo dónde encontrar los restos. Basados ​​en una autopsia, fotografías y una prueba de flotación pulmonar, los fiscales afirmaron que el bebé había nacido vivo, a término, y había sido luego asfixiado. La mujer fue acusada de asesinato.

Pero en el informe de la autopsia faltaban varias piezas de información clave: el peso del cuerpo, por ejemplo, que podría usarse para determinar si el feto tenía la edad suficiente para ser viable. Según los documentos legales, los médicos inicialmente dijeron que  el feto tenía 20 semanas, lo que significa que no podía haber sobrevivido. Después de que las abogadas de Surkuna señalaran estas omisiones, la fiscalía presentó un informe modificado, que misteriosamente proporcionó la información faltante. “¿De dónde obtuvo esa información, si no tiene el cuerpo y por qué no lo puso en el primer examen?”, dijo Vera, refiriéndose a la patóloga que hizo la autopsia. Surkuna solicitó una exhumación, pero la fiscalía se opuso. Finalmente, el grupo consiguió que un juez la ordenara, solo para que la fiscalía designara a la misma patóloga para realizarla. Surkuna se opuso, y a su vez, la fiscalía argumentó que era realmente Surkuna quien impedía que la exhumación ocurriera. Mientras las dos partes peleaban, el período de investigación terminó. La mujer fue sentenciada a 22 años de prisión.

Según Vera, después de la sentencia, cuando se apagó el equipo de grabación de audio y video, la jueza la llamó y luego le mostró una foto del feto que había sido presentada como evidencia por la fiscalía. “¿Cómo defiendes a asesinos?” recuerda Vera que el juez le dijo. “Mira estos pequeños pies”.

Para Vera, el incidente retrata la misoginia y la complicidad de todo el sistema —desde los médicos que delatan a sus pacientes hasta los jueces que sentencian sobre la base de pruebas dudosas. “Si son esas personas las que las juzgan, estas mujeres nunca van a recibir justicia”, dijo. Duque, ahora fiscal, pasó tres años asignada a una unidad que maneja casos de violencia de género, y ella ha representado a las jóvenes sin otra opción que dar a luz a bebés concebidos en una violación. Dice que si bien la decisión de seguir los casos sobre aborto es de los fiscales individuales, la misoginia en todo el sistema provoca errores judiciales. “Muchos fiscales y jueces no han podido separarse de sus prejuicios”, dice. Los abogados defensores a menudo alientan a sus clientes a declararse culpables, en lugar de luchar contra los casos que se pueden ganar.

Vera contrasta el decidido ímpetu estatal por castigar el aborto con su respuesta tibia al femicidio y la violencia sexual, que son rampantes. Mencionó el reciente juicio a un taxista acusado de violar a una mujer a punta de cuchillo,  en el que el juez blandió un cuchillo a la víctima, burlándose de ella por su miedo. “No importa si se es víctima o si se está siendo procesada, si es una mujer, el sistema de justicia la tratará de una manera mucho más estricta que a un hombre”, dijo.

Una mañana, en un café en un distrito comercial del noroeste de Quito, me reuní con una abogada llamada Linda Arias, quien dijo que la criminalización del aborto en Ecuador no ha ido lo suficientemente lejos. Es miembro de Vida y Familia, una red de grupos antiaborto y anti-LGBTQ que se oponen a la legalización del aborto en casos de violación. Sus opositores argumentan que, en lugar de ayudar a las sobrevivientes de violencia sexual, la reforma las perjudicará. Durante un debate legislativo de este año, Pedro Curichumbi, del partido de derecha CREO, dijo que despenalizar el aborto en casos de violación “convertiría [la violación] en un deporte o un pasatiempo”. Arias estaba vestida con un suéter bermellón con aretes y lápiz de labios a juego, una delicada bufanda alrededor del cuello y las uñas cuidadosamente pintadas. Ella dijo que las leyes contra el aborto “no tienen efecto” porque el sistema judicial no las ha aplicado. “Si se aplicaran de manera efectiva, no habría ningún aborto”, dijo. La fiscalía no está investigando a los médicos que practican abortos clandestinos, dijo, ni están haciendo nada por la venta y compra de misoprostol. Añadió que las penas más duras deberían reservarse para los médicos y otras personas que prestan servicios de aborto. Cuando se le preguntó si pensaba que las mujeres que abortan también deberían ser castigadas, contestó: “De acuerdo con la ley, sí”, no necesariamente con prisión, sino tal vez con servicio comunitario o tratamiento psicológico.

Hizo un análisis un tanto contradictorio del problema de la violación y el incesto, en particular con respecto a las niñas. Criticó al sistema legal por permitir que los violadores actúen con impunidad, un punto con el que muchas feministas de Ecuador estarían de acuerdo. En lugar de permitir el “asesinato del bebé” en casos de violación, dijo Arias, el sistema judicial debería imponer sentencias más largas y duras a los violadores. “Si hubiera justicia efectiva, no habría violaciones, no habría abortos”, repitió. Pero luego se dio la vuelta, argumentando que el embarazo resultante de una violación no es un problema tan grande como parece. La mayoría de los casos de adolescentes embarazadas son por relaciones consentidas,  incluso por sus padres, dijo. Admitió que no existen estadísticas para respaldar esta afirmación. (En Ecuador, los niños menores de 14 años no pueden dar su consentimiento legal, por lo que cualquier actividad sexual con ellos es, por definición, una violación).

Le pregunté a Arias si, digamos, una niña de 12 años realmente puede dar su consentimiento, particularmente a un hombre mayor. Ella levantó la vista de su jugo de naranja y sonrió, mostrando sus dientes a través de labios rojos. “Conozco casos”, dijo, y procedió a contar una anécdota sobre una niña de 14 años que, según Arias, dormía voluntariamente con su padre y tenía hijos con él. El problema del embarazo adolescente es en gran parte resultado de la promiscuidad y la educación sexual permisiva, dijo Arias.

Unos días después, en Lago Agrio, conocí a una mujer a la que llamaré Carolina, que contó una historia muy diferente sobre la violación y el incesto. Ella vive en una colina de un pueblo de la provincia de Sucumbíos, donde cría pollos y cerdos. Muchos de sus parientes viven en la misma ladera, incluyendo a su hermana y al hijo adulto de su hermana, quienes supuestamente violaron a una de las hijas de Carolina el año pasado, cuando la niña tenía solo 13 años. Carolina supo que algo estaba mal cuando una niña extrovertida que “jugaba con todo el mundo”comenzó a encerrarse en su habitación a llorar. Una mañana, mientras Carolina preparaba el desayuno, su hija entró a la cocina con aspecto demacrado. Entre lágrimas, le dijo a su madre que su primo la había obligado a tener relaciones sexuales con él y que estaba embarazada.

“¿Te imaginas la furia dentro de mí?” preguntó Carolina. Su sobrino había sido como un hijo para ella, y las consecuencias separaron a la familia. Mientras Carolina y su esposo presentaron una denuncia contra el sujeto, la mayoría de sus familiares cerraron filas en torno a él. Incluso su madre se puso del lado del presunto violador y le dijo a Carolina: “Si algo le sucede a ese niño, es tu culpa”.

“La gente está acostumbrada a soportarlo”, dijo Carolina sobre el abuso sexual. “Es tu familia, y tú proteges a tu familia, pase lo que pase”.

Mientras avanzaba el caso contra su sobrino, su abogada, Ruth Ramos, recibió una llamada del fiscal informándole que Carolina estaba bajo investigación por ayudar a su hija a terminar el embarazo que resultó de la presunta agresión. (La adolescente había dejado escapar el secreto durante su testimonio). Los familiares de Carolina presentaron la denuncia en su contra, una forma de venganza, dijo. Ella se negó a discutir los detalles del aborto conmigo porque la investigación está en curso. “Ella no quería tener el hijo”, dijo Carolina. “Estábamos en una situación tan desesperada. Miles de ideas pasaron por mi cabeza”.

Le pregunté si tenía una foto de su hija, que estaba en la escuela el día que nos conocimos. No la tenía. “Todas mis hijas se parecen a mí”, dijo —la cara redonda, los ojos castaños cálidos, los labios torcidos en las esquinas de modo que, incluso cuando hablaba de tristeza e ira, parece sonreír levemente. “Es algo horrible que le suceda a una niña”, dijo.

Según Geraldina Guerra, quien trabaja con una red de refugios para mujeres, alrededor del 80% de los casos de abuso sexual en Ecuador involucran a un de la familia de la víctima. Aunque el gobierno adoptó un mandato en 2008 para que la violencia sexual sea una prioridad, los recursos financieros proporcionados por El estado han disminuido, en particular para los servicios dirigidos a adolescentes. Citando una crisis fiscal, el actual presidente de Ecuador, Lenín Moreno, ha recortado el presupuesto para los programas de prevención de la violencia de género. Para las chicas jóvenes que quedan embarazadas después de un abuso, las opciones son extremadamente limitadas: incluso poner al niño en adopción no siempre es permitido.

Una niña, que pasó meses en uno de los albergues de la red, fue violada por un familiar a los 14 años y quedó embarazada. Aunque el refugio la ayudó a encontrar una familia dispuesta a adoptar al bebé y una beca para poder continuar sus estudios, un juez bloqueó la adopción y le ordenó que regresara con su familia a una parte remota de la amazonía. “Ellos tienen el bebé porque no tienen otras opciones, y luego son olvidadas”, dijo Guerra. “La legalización del aborto es una deuda que el Estado debe pagar”.

Justo al sur de la antigua ciudad de Quito se alza el cerro del Panecillo, un pequeño montículo volcánico donde, según guías turísticos, los pueblos indígenas alguna vez adoraron al sol. En estos días, la colina está cubierta con una Virgen de más de 41 metros de alto hecha de miles de piezas de aluminio. En su mano sostiene una cadena con la que controla al demonio bajo sus pies. Vista desde ciertos ángulos, parece que la cadena se enrolla alrededor de sus muñecas.

Este símbolo idealizado de la maternidad se cierne sobre el debate del aborto en el Ecuador, donde el deseo de terminar un embarazo a menudo es tratado por el sistema legal como evidencia de una patología. “Si abortas o tienes una emergencia obstétrica debido al parto, el problema es que eres una mala madre y debemos sancionarte con todo porque el centro de la sociedad es la maternidad, y las mujeres tienen que ser madres”, dice Vera, explicando que esa es la forma generalizada de pensar.

En algunos casos de aborto, las mujeres son castigadas no solo por violar la ley sino también por violar estas expectativas maternales. Los castigos se consideran correctivos, generalmente en forma de servicio comunitario o tratamientos psicológicos diseñados, como lo describió Vera, para “despertar” los instintos maternos de la mujer. En un caso litigado por Surkuna, una adolescente, su novio y el médico que le practicó el aborto clandestino fueron sentenciados a servicio comunitario en un orfanato.

El trabajo correctivo de servicio comunitario también se ha utilizado como castigo por el aborto en Brasil. En 2008, más de  mil mujeres fueron acusadas de abortar en una clínica en el estado de Mato Grosso do Sul. Según un informe de la organización internacional Ipas, al menos 30 aceptaron castigos alternativos que requerían que trabajaran con niños pequeños, brindando “servicios comunitarios en guarderías y escuelas”. El juez describió estas sentencias como “sanciones pedagógicas para permitir que las mujeres piensen en lo que han hecho y se arrepientan”. Varios estados de México también permiten explícitamente el uso del servicio comunitario o el “tratamiento médico o psicológico” como una alternativa a la cárcel en condenas por aborto. En tres estados, la ley establece que el objetivo de estas sentencias es “reafirmar el valor de la maternidad y el fortalecimiento de la familia”.

Para Aguinda, la mujer de Lago Agrio que fue enviada a Latacunga, el servicio comunitario era preferible a la prisión. Aunque inicialmente fue condenada a seis meses de cárcel, su abogada persuadió al juez para que le permitiera cumplirla cerca de casa, en una federación de mujeres, haciendo trabajo de campo. Trabajó como promotora de salud, impartiendo talleres sobre educación sexual con énfasis en la prevención del embarazo, trabajo que continúa, aunque ya cumplió su condena.

Como muchas otras mujeres que entrevisté para esta historia, Aguinda tiene sentimientos encontrados sobre el aborto. Ella dijo que se había enfadado consigo misma, que mientras la interrogaban en el hospital, ya se estaba arrepintiendo. Ella no aprueba “quitar una vida”, como dijo. Sin embargo, no desearía lo que ha pasado a nadie: “Nadie debería ir a la cárcel por esto”.

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